Me acuerdo que Casullo habló una vez en un teórico de la introducción del manifiesto marxista. Ahí se definía al marxismo como un fantasma que invadía a Europa. Hoy diría que el marxismo es el fantasma de lo que no fue. Pero yo no voy a hablar de movimientos políticos. Apenas puedo hablar de los míos, de los propios fantasmas, y también de los fantasmas de la gente que conozco.
Todos saben que yo creo en los fantasmas. Será por la influencia de mi abuela materna, increíble narradora de historias sobrenaturales. Creo en los fantasmas de una manera absoluta porque cada ser humano tiene sus propios fantasmas. Algunos tan metidos adentro que jamás se descubren hasta que salen de pronto.
El tema de los escritores es que somos mercenarios de nuestros recuerdos. Por eso mismo tenemos varias clases de fantasmas. Por un lado están nuestros padres, estén vivos o muertos, nuestros amantes, nuestros amigos. Todos son nuestros personajes. A todos los inventamos por muy reales que sean. E inventamos los fantasmas que los habitan.
Y por otro lado, como fantasmas, también están los escritores que leemos. Son los fantasmas que nos llevan, que nos poseen. Sus escenarios. Sus frases. Su ingenio.
A mí hay escritores que me habitan. Lo reconozco. Yo quiero ser la prole que no vino al mundo de las Brontë. Quiero ser la hija no reconocida de Rulfo. La ramera favorita de Baudelaire.
Pero bueno, no sólo los escritores estamos habitados por fantasmas. Todos tienen el suyo. A veces son tan pequeños. Tan imperceptibles. Algunos son tan cotidianos. Algunos tan evasivos.
Salí con un chico un par de veces que siempre decía lo mismo: “Todas mis ex novias me quieren menos una”.
Esa, la última, la que lo odiaba, era su fantasma.